
En un principio estuvo la forma y el ritmo. Y eso se nota porque Triste tigre es una apuesta absolutamente literaria, no sólo por la manera de construir narrativamente sino también porque el libro es una conversación profunda, inteligentísima y desafectada con varias obras y autores que abordaron antes los abusos sexuales. El análisis que hace de Lolita y de la reivindicación de la escritura de Nabokov es iluminador, sobre todo teniendo en cuenta los últimos intentos de cancelación a la novela por considerarla una apología de la pedofilia. Pero además de Nabokov, aparecen, entre otros, Emmanuel Carrère, Alejandra Pizarnik, Annie Ernaux, Virginie Despentes, Maya Angelou, Virginia Woolf y Christine Angot, la escritora sa que escribió El incesto (1999), sobre el abuso de su padre, y quien desde entonces viene haciendo arte -controversial para muchos, efectista para otros- a partir de lo tabú.
Pero volviendo a Lolita, el texto de ficción rodea a Triste tigre, casi que lo envuelve, porque aunque el punto de vista aquí es el de la víctima, es una narradora que se pregunta todo el tiempo por la subjetividad de su padrastro, su propio Humbert Humbert. ¿Qué le pasa a un tipo que viola sistemáticamente a la hija de su mujer? ¿Qué lo impulsa al abuso? ¿Qué siente? Es tentador caer en el armado de un perfil psicológico pero Sinno no se queda allí, aunque sí expone varias hipótesis. Incluso, en un gesto arriesgado, la autora recurre también a literatura de la Shoah para buscar respuestas sobre el mal y el trauma. Se pregunta sobre las violaciones en las guerras, necesita saber qué secuelas quedan en los perpetradores, qué hilos unen para siempre a las víctimas con los victimarios. Todos estos interrogantes aparecen y reaparecen a lo largo del libro, que tiene una construcción espiralada - ninguna pregunta se cierra del todo, ninguna respuesta es definitiva - una apuesta formal que reproduce, según la autora, una suerte de rumia. “La decisión que tomé fue intentar mimetizar este magma, mi forma de reflexionar obsesiva, entonces es normal que se repita, es normal que regrese el tema de la madre, el tema de la culpa, es como traer la conciencia del lector a mi mente, para que perciba cómo funciona esto. Porque regresar al mismo tema 10, 15 o 20 años después no es lo mismo. Por ejemplo, ahora yo soy madre entonces, obviamente, no pienso lo mismo sobre el papel de mi madre en este abuso que hace quince años”, dice.
Antes, mucho antes de ponerse a escribir este libro en México, de leerlo en español por capítulos en un grupo de escritoras feministas, de planificar performances, de participar de encuentros de mujeres zapatistas en Chiapas, Sinno pudo hablar por primera vez de su abuso cuando tenía 18 años. Lo hizo con un amante, no casualmente, treinta años mayor, un hombre que la escuchó y la alentó a hacer la denuncia judicial. “En la práctica, presentar una denuncia es increíblemente fácil. Solo tienes que escribir una carta y enviársela al fiscal. Nos habrá llevado un total de cinco minutos a cada una. Yo, con mi estilo lacónico y mi letra irregular, y mi madre, con su hermosa caligrafía de maestra primaria, propia de personas sin estudios secundarios”. Días después de la denuncia, la policía puso en prisión preventiva al padrastro durante dos años, hasta el juicio. El hombre cumplió su condena, salió de la cárcel y se volvió a casar y a formar una familia. Hoy tiene un emprendimiento agroecológico y una cuenta en redes sociales donde posa con su joven mujer y sus hijos. Los abusos a Sinno empezaron al poco tiempo de que su madre, una joven divorciada y bohemia, se emparejara con este también joven instructor de montañismo, ambos en búsqueda de una vida alternativa. “Éramos gente humilde. Se podría decir que éramos pobres, pero se trataba de una pobreza elegida, casi deseada, ya que correspondía a una decisión, una forma de vida que nos permitía estar donde queríamos estar, en o con la naturaleza, en una casa propia. Era una pobreza llena de dignidad y esperanza”, escribe.
La cuestión de clase reaparece varias veces en la obra y se nota la influencia de autores como Didier Eribon y Annie Ernaux, quienes no separan nunca su origen de las violencias y de su condición de polizones literarios. Con la denuncia judicial vino el juicio público y con él la cobertura en la prensa local. Las noticias aparecen en forma de recortes y se suman a otros materiales: listas, dibujos, extractos de otros libros convierten a Triste tigre en una suerte de libro-álbum donde queda claro que toda escritura, finalmente, es un acto colectivo.
MI PARTE MALDITA
Además de abordar una temática durísima con la destreza de una equilibrista -Sinno pasa de la objetividad académica al desgarro en la descripción del daño y luego vuelve al tono ensayístico y así todo el tiempo- Triste tigre tiene una virtud rara en estas épocas propensas a las sanaciones exprés y el pensamiento performativo: no intenta recomponer ni hacer sentir mejor al lector. No hay relato de superación acá, hay una historia que podría ser muchas y también un cuestionamiento al concepto de resiliencia, tan en boga.
“Está muy arraigada la idea de que una persona que ha vivido un trauma tiene como propósito de vida estar mejor, cuidarse, curarse. Siento que hay que deconstruir eso. No quiero ser una víctima ejemplar ni una persona que dice: hay que hablar, hay que ir a juicio, hay que hacer tal cosa o tal otra”, reflexiona.
Justamente, algo que llama la atención desde el principio en Triste tigre es la elección de la palabra víctima, un término que ha sido cuestionado en los últimos años y reemplazado, muchas veces, por “sobreviviente”. Sinno responde: “Lo que pasa es que no hay una palabra adecuada para hablar de esto. Entiendo que la palabra víctima no le guste a mucha gente pero la palabra sobreviviente, en francés survivant, tiene como un componente nietzscheano, de superhombre, de supermujer, esta idea de que el sobreviviente ha logrado algo. Una especie de superioridad moral. ¿Qué hacemos entonces con las personas que se suicidaron? ¿Además de personas violadas son fracasadas? Es insoportable esa idea para mí”.
La escritora nunca hizo terapia. Dice que no sabe muy bien por qué, se lo atribuye, en parte, a una cuestión de clase y de época. Sin embargo, los abismos del trauma, sus secuelas, y sus eternos retornos aparecen son un tema central del libro. “Hubo momentos en los que deseé que dejara de controlarse, que me matara de una vez por todas y terminara con eso. Cuando me di cuenta de que en realidad había una salida, se iluminó algo dentro de mí. La revelación de que solo soportaría lo que pudiera soportar, de que podría irme si quisiera, me ha sido de gran ayuda a lo largo de mi vida. Aquel día, cuando me imaginé muerta, probablemente morí un poco y el fantasma que sobrevivió es el que pudo aguantar hasta hoy. La que no pudo aguantar se fue adonde tenía que ir; la otra, la que quería quedarse, soy yo. Pero la división no es tan sencilla y nos lo recordamos constantemente la una a la otra. Porque no se ha ido lejos, mi parte maldita, a menudo oigo su respiración rápida, su voz jadeante, veo su reflejo en los espejos, se cuela en mis sueños. Siempre está ahí, esperando quién sabe qué”, dice la narradora.
Además de la imposibilidad de superación, aparece el tema de la escritura y el arte como un acto que, más allá de sus posibilidades y virtudes, en sí mismo no repara nada. “Me siento orgullosa de haber sido capaz de tomar este riesgo estético, filosófico, literario. De haber hecho el libro. Me siento mejor a este nivel. Logré un objetivo del que no estaba segura al principio. Pero eso no quiere decir que el libro a nivel personal reemplace una terapia o algo así. No me sentí mejor, incluso durante el proceso aumentaron las pesadillas. Fue un riesgo que decidí correr”, cuenta.
Sinno reflexiona también sobre los límites del lenguaje y ese es un tema que aparece con fuerza hacia el final del libro, cuando el ensayo literario toma la delantera y la narradora dice que a ella le gustaría eso de vivir en la lengua -una fantasía muy barthesiana, muy sa- pero que no termina de entender exactamente qué significa. Porque a su vez las palabras son insuficientes. “Son realidades muy complejas que no se pueden nombrar del todo. También cuestiono mucho la palabra violación. Es una palabra que muchos niños y niñas no pueden relacionar con lo que les hacen. La palabra violación está relacionada a una imagen muy caricatural de algo que se hace con golpes en la oscuridad, en un parque, en un túnel, algo que sucede fuera de casa, que no incluye un componente de ternura, que sí tiene la mayoría de las violaciones intrafamiliares. Hablar de abuso también es raro, porque ¿qué significa exactamente?¿Qué es aceptable y cuándo empezaría el abuso?”, dice.
La autora tiene clarísimo que el lenguaje no tiene superpoderes aunque, de alguna forma, se escudó en él y le atribuyó un componente un poco mágico. Cuando se mudó a México lo hizo con la idea de transformarse en “una escritora mexicana”, un sueño de metamorfosis lingüístico y artístico que puso en marcha al empezar a escribir en español La Realidad, libro que recorre sus primeros os con Chiapas y el Zapatismo, y que acaba de publicarse en México y Francia. Luego siguió su propósito traduciéndose a sí misma en Triste Tigre. “Escribir en un idioma que no es mi lengua materna es escribir en un idioma que he conquistado de adulta, en una época muy feliz de mi vida. Porque la lengua de mi infancia está marcada por la infamia y por la ambivalencia: todas las palabras significaban también su contrario”.
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