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Cada tanto el cine argentino produce algunas obras, surgidas del sector más independiente, destinadas a cautivar al público a partir de una voluntad que reúne lo espectacular y lo popular. Se trata de películas realizadas a pulmón, sin grandes estrellas, y cuyo principal argumento para traccionar con fuerza en un público masivo es su apego a los modelos clásicos de la narración cinematográfica. Gatillero, segundo trabajo del argentino Cris Tapia Marchiori, tiene todo para ser una de esas películas. Un conjunto de títulos heterogéneo, que tanto puede incluir a Cuando acecha la maldad (Demián Rugna, 2023), el mayor éxito en la historia del cine de terror argentino, como a Pizza, birra, faso, ópera prima de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, que sin querer se volvió la piedra fundamental del Nuevo Cine Argentino. 

Al linaje de esta última pertenece Gatillero, que hunde sus raíces en el terreno de la marginalidad y la pobreza como puerta de entrada al crimen y la violencia. Un universo que tuvo otras encarnaciones cinematográficas, pero que también alimentó a la televisión con series de gran repercusión, como Tumberos (Caetano, 2002), El marginal (Caetano y Sebastián Ortega, 2016), Okupas (2000) o Un gallo para Esculapio (2017), ambas de Stagnaro, el hombre detrás de El Eternauta. Incluso se pueden rastrear antecedentes del género en lo profundo de la literatura argentina, en novelas como El juguete rabioso, publicada por Roberto Arlt hace ya un siglo, o el cuento “Toribio Torres, alias Gardelito”, de Bernardo Kordon, llevada al cine por Lautaro Murúa en 1962.

Como todos esos precursores, Gatillero se alimenta de la lengua de los bajos fondos y de la mitología carcelaria para contar la historia del Galgo, un malandra de poca monta pero muy peligroso, que acaba de salir de la cárcel y lo primero que hace es reventar un kiosquito del barrio. Todo termina con tiros y a las corridas, con el Galgo perseguido y golpeado por dos policías que también se quedan con su magro botín. No habrán pasado más de dos minutos cuando el protagonista se cruza con dos excompañeros en la banda de la Madrina, de la que el Galgo solía formar parte, quienes le proponen un “trabajito” como una forma de reconciliarlo con la “familia”. Pero la cosa se desmadra, dando comienzo a una noche llena de vértigo y peligros.

Filmada en las 20 manzanas del barrio de Dock Sud y en un único plano secuencia, es decir, sin cortes de cámara visibles (y si los tuviera da lo mismo, porque el eventual montaje fluye con tal pericia que se vuelve imperceptible), Gatillero es una película adrenalínica y claustrofóbica. La cámara acompaña al Galgo en una noche de cacería en la que él mismo es la presa, aunque estos juegos de gato y ratón en el cine no siempre son lo que parecen. El uso de lentes angulares potencia la agobiante sensación de proximidad con el protagonista, haciendo que el peligro se derrame sobre la platea de un modo muy vívido. Al mismo tiempo, las escenas de acción son constantes y están resueltas de forma virtuosa, algo poco frecuente en el cine argentino.

Es cierto que la película puede volverse un poco declamativa en algún tramo, sobreactuando cierto discurso social, y que necesita de algunos parlamentos para explicar las motivaciones de los personajes y establecer ciertas cuestiones del contexto. Sin embargo, todo eso se vuelve menor ante una película que propone vivir el cine no solo como una instancia de mera observación, sino como una experiencia física capaz de tensar el cuerpo del espectador. Al mismo tiempo, Gatillero no es solo un prodigio técnico, sino que también hay un trabajo importante en la construcción de algunos personajes. En especial el Galgo, a cargo de Sergio Podeley, sin cuya presencia quizá todo lo anterior no sería posible.

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