
“Yo me dedico a que las cosas floten, aparezcan, desaparezcan”, dice, sin más, Kent, otro día, en su estudio. Es un monoambiente ubicado en el noveno piso de un edificio con vista a la Avenida Corrientes y el barrio de Once. Desde allí explica que lo que hace realmente es magia, pero no la magia entendida a partir de personajes como Harry Potter o Matilda, sino la que parte de hechos aparentemente inexplicables por los cuales los humanos han perdido el interés.
“Hay un pensamiento atávico sobre la magia en la mente de las personas. Una hoja es algo que no sabés cómo está flotando y es maǵico”, agrega. Los relojes son magia, porque son sistemas de tiempo conectados; los amaneceres y atardeceres también son magia.
Kent es una citadina que se describe “muy argentina”, no solo porque le gusta el tango, sino porque cuando María Dolores Bavaro trabajaba en cabarets y la artista Carla Galán la bautizó como Dolly Kent, vivió la crisis económica del 2001, el vaciamiento de los espectáculos a causa de la tragedia de Cromañón, en 2004, y pese a ello se quedó en el país. Hoy, en medio de la incertidumbre económica para las y los artistas a causa del ajuste fiscal del Gobierno Nacional, sigue acá, creando.
A sus 45 años, Kent es protagonista de la primera película en la que actúa y en la que también es una maga dentro de una familia argentina burguesa de 1970. Además de este rodaje que le demanda muchas horas diarias, por hoy Kent se prepara para presentar sus dos primeras obras unipersonales, una precuela de la obra en junio y la obra como tal a finales de año. En un arte dominado por hombres, Kent desafía los estatutos. Siempre fue así. Hace 15 años se convirtió en la primera mujer campeona de magia en un concurso en el que compiten magos y magas de América Latina.
La niña que se entristeció a sus ocho años cuando no fue aceptada como bailarina clásica en el Teatro Colón ha creado más de 400 personajes y un estante guarda bocetos de más creaciones, incluido el de Molly, la muñeca que le acompaña en los escenarios desde hace siete años. La cabeza de Molly está sobre un estante, en la entrada del estudio, y su cuerpo está a un costado de la ventana, del lado de enfrente. Con ella, Kent practica la ventriloquía: el arte de hacer hablar a un muñeco desde el vientre del humano que le manipula haciendo parecer que el muñeco por sí solo tiene vida mientras le mueven los labios.
El Viejo, el palomo blanco que tiene desde hace 19 años, se pasea de un lado a otro cantando. El palomo es un compañero y su alma gemela. No puede volar por una fractura en el tórax y, más allá de la película que está filmando, donde aparece en su hábitat natural, no es parte de sus espectáculos, porque Kent aclara que no le gusta hacer magia con animales ni con niños.
En el Barrio de Once llueve y El Viejo canta. “Es una danza de seducción. Te está seduciendo”, dice la maga.
Nació en los 1980, en plena dictadura cívico militar. Del año de su nacimiento no hay registros en el hospital, esos documentos, le dijeron una vez, se perdieron. Su infancia transcurrió entre las ciudades de San Miguel y Torcuato, en la provincia bonaerense.
Kent proviene de una familia conformada por un padre que es profesor de matemáticas y una madre ama de casa. Se convirtió en la única artista de entre tres hermanos. Los recuerdos de su infancia tienen como protagonistas a sus abuelos, que por las tardes hacían del living de la casa un escenario. Mientras la abuela tocaba tangos en la guitarra, el abuelo les disfrazaba de diferentes personajes a ella, a sus hermanos y a sus primos.
A los cuatro años, le hizo una huelga de hambre a su madre para que la llevase a estudiar danza en una escuela municipal de su ciudad. A los 12, solo después de la decepción que la provocó no haber entrado al Colón, siguió estudiando danza por las mañanas, en la Escuela Nacional de Danza. En las tardes, estudiaba también las materias seculares del colegio. Se levantaba a las 4:30 de la mañana, para viajar en tren hasta Capital Federal e iniciar su cursada a las 7:30.
No entrar al Colón fue un peso emocional que la marcó de por vida. Pero entonces, Kent decidió seguir explorando el arte en su variedad de ramas. A sus 15 años conoció a un maestro que la invitó a presentar show de pole dance y cuatro años más tarde la atrapó en la noche porteña de los cabarets, donde conoció a la mayoría de colegas y amigos que tiene a la fecha. Allí oficialmente Galán la bautizó como Dolly Kent: Dolly, por el diminutivo de Dolores; y Kent, por el nombre del novio de la muñeca Barbie. Y luego vino la actuación, la danza y la acrobacia.
La magia llegó a sus 28 años, cuando comenzó a trabajar como partner de diferentes magos. Esta etapa de su vida fue un antes y un después, no solo por sumergirse en otra rama artística que para ella era novedosa, sino porque en la temporada de verano de 2008 y 2009 en Mar del Plata, se rompió la columna en un espectáculo y estuvo sin poder caminar por un año y medio.
Al momento del accidente, Kent participaba como bailarina. Era su tercer año haciendo el mismo show. En esa ocasión, tenía que hacer acrobacias aéreas en un aro, pero la estructura donde estaba colocado el aro estaba mal colocada y ella cayó de espalda desde varios metros de altura. Cuando salió del teatro cargada por los paramédicos y la ambulancia la esperaba afuera, alrededor tenía a grupos de personas que le aplaudían, como si fuese una heroína.
En el hospital, la sensación de no sentir sus piernas la estremeció y se echó a llorar cuando abruptamente un médico le dijo que se había quebrado la columna. “Largué un llanto ensordecedor. No puedo explicar la sensación. ¿El miedo de toda la vida de una bailarina cuál es? No poder bailar nunca más”, cuenta.
En ese momento, habló con su familia sobre las posibilidades de viajar a España para que le practicaran la eutanasia. Su dilema era que no quería seguir viva si no podía pisar nuevamente los escenarios. En medio de esta angustia, Kent se replanteó entonces transformar ese “veneno en medicina”. Y, en una casa de Munro, acostada durante todo el día y por un año y medio, comenzó a leer, a investigar sobre magia, ver espectáculos. Al tiempo que practicaba la manipulación de objetos desde su cama.
“También vi la pequeña luz de decir ‘Okay, y si aunque no pueda mover mis pies, puedo volver al escenario, ¿sigo adelante? Sí, claro. Mi propósito es estar en el escenario, ningún otro, no importa cómo”.
Esta vez, Kent aparece con un replegado bastón gris de metal, que luego extiende para hacerlo frotar alrededor de sus manos. El juego es precedido de un despliegue de piernas sobre una de las barras del bar. La mujer que pensó que nunca iba a poder caminar es ahora una artista multifacética. Luego, Kent se sube a una mesa y sigue frotando el bastón alrededor de sus manos.
Camina al frente y hace desaparecer el bastón. Para que su público corrobore que no lo escondió en la cola que tiene su frac, se quita esta prenda. Se acerca a la gente y luego se va al escenario para hacer aparecer nuevamente el bastón. “So good!”, grita alguien impresionado desde la barra.
Hacer aparecer y desaparecer cosas, la magia de Kent.
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